Desnuda y tendida en la camilla de masajes, su piel tersa era una invitación lasciva, su culo y sus tetas firmes pedían a gritos ser apretados. Cada semana, el masaje se convertía en un polvo previo: el aceite goteaba, mis manos la palpaban por todas partes, jadeaba y estaba empapada. Y luego, el típico epílogo guarro: mi polla dura deslizándose en su boca, entre esos labios hambrientos que la succionaban hasta la última gota.